lunes, 29 de noviembre de 2010

Los "trepas"


“Quien habla mal de mí a mis espaldas mi culo contempla” Sir Winston Churchill

Es inevitable.

Donde hay un colectivo de personas trabajando, hay crítica. Y no siempre constructiva.

No diré que el hombre es un lobo para el hombre, ni que las relaciones humanas son complejas. Eso son obviedades que no merecen desarrollo porque aquí el que más y el que menos ha tenido su experiencia al respecto.

Pero es curioso como hay personas que ceden ante el impulso de su ambición, se creen por encima del bien y del mal y tratan de arrasar el trabajo ajeno con tal de quedarse con un pedazo de su influencia en los jefes.

Se convencen, además, a sí mismos, que lo hacen por el bien de la empresa, por la salvación de la patria, cuando lo único que hacen es incordiar, enredar, enmierdar y tocas los bemoles del personal que no se toca los bemoles, es decir, que dedica su tiempo y esfuerzo en hacer cosas, en cumplir con su obligación de la mejor manera posible.

Suele ser gente lista, sí, pero rara vez son inteligentes. Y suelen tener un ego inflado pero una moral frágil.

Reconozco que siempre tengo instintos de enfrentamiento directo con este tipo de “trepas”, de cantarles las cuarenta y hablarles tan claro como nadie les ha hablado en su vida, de espetarles a la cara lo ruin de sus cotidianas acciones, lo deshonroso de su comportamiento, lo desleal de sus métodos.

Lamentablemente esa suele ser mala estrategia, y mi angelito del hombro derecho siempre me disuade de ponerla en práctica, pero ganas no faltan.

Hace no mucho he visto como cierto individuo machacaba el trabajo de un ejemplar compañero con el único objetivo de hacerse con parte de sus funciones y tomar el control de los temas a decidir o dar curso de decisión. Y he visto como la persona que era agredida sufría un menosprecio de los jefes al juzgar estos, por mediación e influencia de nuestro miserable protagonista, que no había cumplido satisfactoriamente con su obligación. Él que es una referencia para muchos de nosotros, un profesional de primerísima fila, un cerebro privilegiado, un jodido crack. Y ni siquiera levantó la voz para protestar… disciplinado incluso en los peores momentos.

¡Qué ejemplo para los demás, y qué difícil es permanecer quieto en esos casos!

Pero es nuestra obligación no demostrar esos sentimientos, y permanecer hieráticos, inmutables, como si no tuviera nada que ver con nosotros, como si no pudiéramos ser cualquiera de nosotros el siguiente objetivo de la inquina del trepa.

Y aún peor es ver cómo este tipo de gentuza, recupera crédito y confianza cuando demuestran, sistemáticamente, que no tienen ni aptitud ni calidad para llevar a cabo las tareas que se les asignan.

Pero caen en gracia, y poco importan los méritos reales.

Como he comentado en alguna ocasión no me gusta la gente pusilánime, ni los que no saben cumplir con su deber, no me gustan los que andan todo el día protestando, quejándose, malmetiendo o escaqueándose. Detesto a los merodeadores de pasillo, los amiguetes de cantina y cafetería, los cuentachistes de jefes, los lameculos, meapilas y zarrapastrosos.

Porque una de las características más tópica de los “trepas” es metértela mientras te sonríen o pretender ser tus amigos mientras te hincan la daga hasta las costillas. Las hienas siempre sonríen antes de morder.

Espero, deseo y confío en que algún día salga a la luz la verdad sobre el tipo en el que estoy pensando al escribir estas líneas. Aunque me temo que no, que eso nunca terminará de ocurrir porque los “trepas” parecen tener una especie de patente de corso que les hace invisibles a la justicia.

¡Maldita sea su estampa, canallas traidores!

Si alguna vez se les ocurre esto a ustedes (o a mi mismo) recordemos la frase de Churchill que abre la entrada, no evitará la injusticia, pero consolará el alma.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Addio alla vita

Es curioso como a veces la vida enreda sin quererlo.

Andaba yo el pasado jueves documentándome para la entrada anterior y se me ocurrió darle un fondo operístico, melodramático, muy apropiado para el tema en cuestión.

En realidad, he de reconocer que tuve el run-run de una melodía durante unos cuantos días en la cabeza hasta que descubrí que era "Nessun Dorma" de "Turandot" (una auténtica maravilla) y aproveché que el Pisuerga pasa por Valladolid para encajar el aria en el relato en cuestión.

No soy (no era quizás) demasiado aficionado a la ópera.

Tuve, para ser sincero, una época, hace ya unos cuantos años, que compré bastantes CD's de este género. Necesitaba concentración y energía antes de hacer algunas de las cosas que tenía que hacer en ese momento, y el heavy no me llenaba, no terminaba de cogerle el punto.

Recuero haber entrado en una tienda de discos de una capital de provincias y haber dicho:

"Hola, quiero comprar ópera, la más fuerte que tenga que no sea en alemán, que me da dolor de cabeza"

Y recuerdo también la cara de espanto y estupor de la pobre chica que me atendió, que daba a entender que me consideraba un troglodita o algo peor.

Sin embargo la visita y la compra (probablemente la mayor venta que haya realizado en su vida) merecieron la pena. No presté demasiada atención en ese momento a la música que compré, pero tuve un rollo de lo más curioso y satisfactorio con la vendedora. Una persona con una sensibilidad verdaderamente fuera de lo común... para la música hablo.

Sin embargo, acabada mi necesidad de escuchar música "relajante/vigorizante", la ópera salió de mi vida con la misma velocidad y el mismo mutismo que los tebeos de Mortadelo y Filemón... hasta la pasada semana.

Al investigar esa melodía de la que hablaba, me reencontré con un mundo verdaderamente sugestivo. Il Bel Canto.

Y oigan, miren ustedes, pues me gusta. Me he pasado una buena parte del fin de semana oyendo ópera, y con bastantes decibelios he de decir, aunque mi vecino no ha osado quejarse.

Si son ustedes aficionados, no les descubro nada nuevo, si no lo son les sugiero que se acerquen a la ópera de la mano de Puccini: La Boheme, Madame Butterfly, Tosca, Turandot, Edgar. ¿Les suenan?

Busquen e investiguen, las arias son para chuparse los dedillos y duran sólo tres minutos. Si el primero les parece aburrido, aguanten un poco, háganme caso, al cabo de un minuto y medio, o similar, el asunto suele ponerse interesante.

Yo al menos, y por un enredo casual, ahora estoy realmente enganchado. Tanto que me estoy planteando si incluir el oficio de barítono en mi lista de pluriempleo.

Milán, allá voy...

P.D.

Sin embargo no termino de cogerle el punto a Wagner, porque como dice Woody Allen, "cada vez que lo escucho me dan ganas de invadir Polonia"

P.D.2

"Addio alla vita" es el aria que todo el mundo comenta que le encanta, cuando en realidad no hay ningún aria de ópera conocida con ese título... pura leyenda urbana.

jueves, 18 de noviembre de 2010

En la oscuridad


Abrió la puerta y se sintió un extraño en su propia casa. Había sido un día para olvidar, tan para olvidar como cualquier otro de los últimos meses, de los últimos años.

Prefirió no encender la luz y moverse furtivo, como una sombra, por la casa. Soltó, en el preciso sitio que le correspondía, su ajada bolsa de viaje y permaneció un momento inmóvil.

Recorrió después silenciosamente la distancia que separaba su habitación del salón y movió un sillón hasta colocarlo justo delante de la puerta de la terraza.


La tenue luz de las farolas del jardín quedaba matizada por las cortinas, haciendo que la estancia quedara envuelta en una luz en parte cálida y en parte fantasmagórica, dándole al conjunto un toque de limbo, de irrealidad, que le gustaba.

Un hombre solo en mitad de la nada, de vuelta de ningún sitio y camino a ninguna parte, un extraño, un náufrago de su propia vida.

Siempre en penumbra se dirigió a la consola donde tenía la cristalería de bar y cogió una gran copa de coñac. Sonrió al recordar que solía bromear, cuando tenía humor para hacerlo, sobre lo curiosas que le resultaban aquel tipo de copas. “Grandes- solía decir- con el culo muy gordo y la boca muy estrecha, como algunas que yo me sé” y sus invitados solían celebrar la ocurrencia con carcajadas.

Esa noche, esa vida, ya no tenía ganas de bromear.

Se sirvió coñac en la copa. No podía ver la columna de líquido cayendo de la botella, pero su tintineo al estrellarse contra el fondo de su nuevo recipiente le confirmó que no había errado. No se sorprendió por ello

Mientras dejaba reposar el coñac cruzó el salón y encendió el nuevo equipo de música. Supuso que una ópera era una buena melodía ambiente para el momento, y eligió “Turandot”. Después recogió de la caja de seguridad el paquete que hacía años que no abría y lo llevó consigo y con la copa hasta el sillón.

Se sentó como le habían enseñado, como un caballero debía hacerlo, el culo hasta el fondo del asiento, la espalda apoyada pero derecha y las piernas descansadas pero formando un perfecto ángulo recto, con el total de la planta de pie haciendo contacto con el suelo.

Aspiró el acre aroma del coñac, bebió un sorbo y se dejó arrastrar por su sabor un momento, cerrando los ojos y oyendo los primeros acordes de la música. Acto seguido se desentendió de ella y abrió la caja con cuidado.

Extrajo la herramienta y los trapos para limpiarla y comenzó a manipularla, a oscuras, como había hecho muchas veces, desmontándola con meticulosidad y precisión y acariciando sus partes con la bayeta. Le gustaba hacerlo, le traía recuerdos. No todos buenos, es cierto, pero al menos le hacía recordar una época en la que todo alrededor era más claro, más concreto.

Su vieja Glock, su antigua compañera de fatigas, su inseparable colega. Siempre dispuesta y siempre precisa.

Mientras la limpiaba meditaba sobre su vida, sobre cómo todo se había ido yendo al demonio poco a poco, sin que él hubiera sido capaz de reparar en ello hasta que ya era tarde, demasiado tarde.

Recordó que prácticamente todo le aburría, que conocía casi todas las respuestas antes de que alguien formulara las preguntas, que todo se había convertido en previsible, vulgarmente anticipable. Le aturdía el caos en el que casi todo el mundo a quien conocía se había metido, cómo la mentira, la ocultación de información, el engaño eran tan aceptados que apenas si suponían un falta, un pecado. Y era duro ser consciente de que te mienten mientras lo hacen, casi a diario. Dolía, aunque era un dolor muy leve, porque apenas si quedaba ya capacidad de sentirlo. Pero de alguna persona dolía más, le había tocado que creyera que podía mentirle y él no lo sabría, que no se daría cuenta, que era un tonto.

Después de eso, ya no encontraba su sitio, no era capaz de adaptarse, los otros partían con ventaja, se sentía incómodo, a “contrapié”.

Seguía bebiendo el coñac de forma parsimoniosa, casi ritual, haciendo que en su boca entrara solo la cantidad de alcohol que cada trago debía contener, degustando cada uno de ellos, dejándolos unos segundos que inundaran su lengua y sus carrillos antes de tragarlos, poco a poco.

Terminó el proceso de limpieza, montó el arma y, aún a oscuras, extrajo una bala de la caja. Una sería suficiente, no haría falta una segunda.

Terminó su coñac mientras la pistola permanecía en su regazo, el cañón apuntando por encima de su muslo izquierdo, hacia ningún sitio. Extrajo el cargador e introdujo la bala, volvió a ponerlo en su sitio y corrió con fuerza el cierre hacia atrás por última vez. A continuación manipuló el seguro con su pulgar derecho y colocó el cañón contra su sien.

Eso iba a ser todo. Good bye.

Curiosamente no sintió miedo, ni ansiedad, su vida no pasó por delante de sus ojos, no tuvo un último pensamiento para nadie, quizás para esos ojos verdes que le habían herido al mentirle... No pensó en su familia, no pensó en los amigos, no pensó en el trabajo, solo puso la mente en blanco.

No hubo tacos, ni reproches, no hubo reparos ni lamentaciones. Sólo concentrarse en colocar bien el arma para que el trabajo fuera fulminante e irreparable.

Le gustaba irse en ese escenario, con esa luz, tras un buen coñac, entre las virutas de humo del último cigarro y envuelto por esa música en la que súbitamente ha vuelto a reparar.

Esa música.

Algo le disuade de apretar el gatillo, “Il nome mio nessun saprá” (mi nombre nadie sabrá).

Continúa oyendo el resto de la melodía, la voz de Plácido Domingo cantando, con el arma aún apretada contra la sien.

Conoce la historia, conoce la ópera, la sabe casi de memoria, la ha oído cientos de veces, miles, quizás, a lo largo de su vida, y hoy la oye de una forma especial, diferente.

Pasa dos minutos en esa posición y baja el arma mientras, con el clímax del aria, rompe a llorar.

No llora como lloran los niños, ni las mujeres, no llora desconsoladamente, ni hipa, apenas si caen lágrimas, no se contorsiona, aún mantiene el arma firme en su mano derecha, apuntando ahora al suelo.

Llora de emoción, llora porque es la música más hermosa que ha oído en su vida, llora porque se ha sentido lleno de ella por un momento y eso le ha hecho darse un alto. Llora porque se siente, súbitamente, vivo. Más vivo que en mucho tiempo, más vivo que nunca. Llora porque recuerda, llora porque anhela, llora porque espera y llora porque avanza.

Tiene ganas de gritar, tiene ganas de decirle a todo el mundo que nadie podrá con él, que aún es fuerte, que aún tiene carga, y mucha, que él no es un farsante, ni un mentiroso, ni un pusilánime.

Vuelve a guardar, todavía a oscuras, el arma en la caja y ésta en la caja de seguridad.

Ha decidido que, al menos hoy, se tomará otra copa de coñac, a oscuras.


martes, 16 de noviembre de 2010

Dudas, blasfemias y cobardías



“La peor decisión es la indecisión” Benjamin Franklin

Sahara.

No me digan ustedes que el nombre no es, en sí mismo, sugerente. Camellos, beduinos, desierto, amaneceres, touareg, arena, haimas, viento y un conflicto inacabado.

A otros, sin embargo, a algunos de mis mayores, el nombre les sugiere algunas otras cosas. Minas, emboscadas, perímetros, Cetmetones y Cetmes, té, guardias, centinelas, tensión, espera, la famosa medalla y un conflicto inacabado.

Sospecho que el lector ha encontrado, sin necesidad de pistas, la coincidencia entre ambas versiones.

El Sahara Occidental es el perfecto ejemplo del doble rasero, de lo muy diferentes que pueden ser la reacciones en el orbe dependiendo de a quién le afecten las injusticias, del valor del chantaje encubierto, del peso de tener amigos gordos y fuertes, de la chulería más indecente, la ignorancia más atrevida, la soberbia más osada.

A nadie le importa un carajo el Sahara Occidental, no nos engañemos, y a quien le importa equivoca los motivos por los que debería hacerlo. El Sahara es siempre el que termina perdiendo la partida.

Los Saharauis eran españoles, tan súbditos como una señora de Cuenca, sin embargo, no querían serlo, querían ser libres. Su mundo y el nuestro eran tan diferentes que no podían sentir afinidad con un catalán, un canario, un madrileño o un andaluz. Querían su mundo en su espacio, su cultura en su ambiente. Dudaban, pero eran más los que querían que los que no.

Y la duda es casi siempre mala consejera. Así que nuestros queridos Saharauis se echaron en brazos de sus vecinos del norte, tontearon con su presunta solidaridad, coquetearon con su “desinteresada colaboración”. Dudaron, pero lo hicieron, y la duda es mala consejera.

Ahora se encuentran con el peor de los escenarios que hubieran podido imaginar. Invadidos por sus hermanos de religión, fuera de la atención internacional (ni siquiera ahora son noticia), con la mayor parte de su población en Argelia o Mauritania, sin ninguna cámara indiscreta o medio independiente que pueda relatar lo que allí ocurre. Solos.

Y España calla. Lo hace por dos motivos. Uno porque se carece de perspectiva y de solidez diplomática: se tiene miedo a posibles represalias económicas. El mundo al revés.

Otro porque se teme que la implicación activa de España en el conflicto (y me refiero únicamente a la diplomática) animaría al reino de Marruecos a jugar sucio y permitir acciones contra los “infieles” españoles usando su suelo como base de operaciones.

Es difícil asumir que hay quien piense así, pero es más duro saber que estamos en manos de quienes no tienen el valor de usar la razón y la fuerza que ésta proporciona en hacer lo que es justo. Quien prefiere ponerse de lado, cogérsela con papel de fumar, no hacer ruido.

Es difícil ver cómo España se falta a sí misma al respeto asumiendo el rol de quien no tuviera ni hubiera tenido relación alguna con aquella tierra, cómo bajamos (una vez más) las manos diplomáticamente, cómo hacemos dejación de nuestra obligación como potencia colonial que éramos de ese territorio, cómo actuamos de comparsas, mezquinamente quietos y distantes, cobardemente callados.

El silencio de los corderos.

No claro, no queremos más atentados en Madrid, no queremos otra marcha verde en Ceuta y Melilla, no queremos perder la telefónica marroquí, ni la petrolera alauita o los derechos de construcción de ciertas empresas en Asilah, las cuotas de pesca en los caladeros saharauis, ni los negocios en defensa.

Sólo sé que episodios como éste nos sacan del mundo, nos degradan ante naciones que deberían ser nuestras iguales, nos avergüenzan ante la diplomacia internacional, nos pone a una altura que no deberíamos merecer, que no nos merecemos.

Y estoy siendo moderado, deberían haber leído el borrador de la primera entrada que había escrito sobre este tema.

Claro que tranquiliza saber que la tierra, incluida la del Sahara, no es de nadie, sino del viento…

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Los Parlanchines


“Si, pero…”

Y creo que ha sido lo único que he acertado a decir en toda la conversación, además de sonidos guturales de aceptación.

No es que mi interlocutor estuviera o no en lo cierto, es que es una de esas personas que no deja hablar.

La comunicación, según sus pobres entendederas, se limita a disparar todo cuanto tiene que decir contando con que alguien al otro lado de la línea telefónica sea capaz de decodificar, entender y asimilar todo cuanto comenta.

Es responsabilidad del otro anticipar las objeciones que puedan surgir, buscar alternativas entre las posibles respuestas y aplicar la que más convenga.

Y todo porque va a ser imposible de todo punto mediar una palabra que no sea “dígame” (en el caso de ser el receptor de la llamada) o en todo caso un “hasta luego” mientras se oye de fondo el pi-pi-pi que ha dejado en línea el sujeto una vez que ha colgado.

Y no soporto a la gente que no deja hablar. No puedo.

Supongo que todos tenemos nuestro histórico en este campo, pero la gente crece y evoluciona, y hacerse mayor (madurar) significa, en gran medida, ponerse en la piel del otro, y eso requiere escucharle.

Luego se podrá hacer justo lo contrario de lo que corresponde, pero al menos se ha escuchado lo que tiene que decir.

Yo tuve hace años una novieta que era así. No dejaba meter baza. Salir con ella era someterse a una tortura de aislamiento comunicativo.

Era buena chica y, si me lo permiten, era un bombonazo de girar el cuello, pero no paraba de hablar.

- Rocki, ¡vamos al cine!
- Bueno, si tú quie…
- Sí porque he visto una película que me apetece ver y bla, bla, bla…

Y entonces ibas al cine sabiéndote la película, el argumento y las secuelas subsiguientes de carrerilla. Ya se había encargado ella de contártelo en el coche mientras rezabas avemarías y padrenuestros pidiéndole a la Virgen de los Desamparados que te diera fuerzas para no estrangularla.

Años más tarde tuve un jefe que era igual: la definición perfecta de lenguaraz. No paraba de hablar ni cuando se supone que uno no habla.
Claro que su caso resultó ser diferente.

Cuando compartí mesa con su mujer en una cena de trabajo me percaté que ella era aún peor y además me confesó, para mi sorpresa, que su marido “era muy callado”. El pobre hablaba fuera todo lo que no le dejaban hablar en casa.

En cualquier caso, si los parlanchines y parlanchinas son difíciles de aguantar en tu propio idioma, se hacen aún más insoportables en otro.

En mi primera estancia en Estados Unidos, tuve una novieta japonesa. Olvidé mencionarla en la entrada sobre Toshi y los nipones.

Rika, que no es un adjetivo sino su verdadero nombre, era un encanto. Era mona, educada, simpática, aventurera, pelín zorrón (su novio le pagaba toda la estancia en USA para que aprendiera inglés mientras ella holgaba conmigo día sí y día también) y muy divertida. Sólo tenía un pero, ¿adivinan?, ¡no paraba de hablar!

A veces sospechaba que su cornúpeta prometido la había mandado al otro lado del Pacífico con tal de descansar de sus discursos.

Rika estaba aprendiendo inglés, lo que quiere decir que no lo hablaba muy bien, lo que quiere también decir que yo me tenía que chupar sus interminables peroratas en una mezcolanza de idiomas que desafiaba no sólo mi capacidad de comprensión, sino mi oído interno.

En los meses que pasé por esas tierras de Dios, Rika fue ganando en destreza lingüística (sobre todo gracias a mí) pero jamás dejó de “rajar” sin ton ni son. Puedo garantizar que no paraba de hablar ni cuando dormía, porque en sueños se pasaba horas hablando… ¡en japonés!

Y creo que deberíamos hacer algo, creo que deberíamos fundar una patronato de orejas en huelga permanente, o crear la asociación de sordos selectivos, o la plataforma para la narcotización de lenguas vivarachas o alguna estupidez de ese pelo, porque como mañana me vuelva a llamar mi colega el parlanchín soy capaz de…

lunes, 8 de noviembre de 2010

El día que todo salió mal

Odio los tópicos, quizás por eso los uso a menudo, para poner en evidencia lo imprecisos y absurdos que suelen ser.

Sin embargo, y aunque me cueste reconocerlo, a veces se cumplen.

El jueves fue un día “que mejor era no haber salido de la cama”

Sí, uno de esos días perros y cabrones que no te dan tregua ni quince minutos. Todo lo que podía ir mal, y el jueves podían ir mal muchas cosas, salió mal. Conseguimos solucionarlo, es cierto, pero a costa de sangre y sudor.

Atascos generados porque alguien pincha una rueda, no sabe cómo se cambia y todo el mundo pasa despacio a su lado viendo cómo se hace la picha un lío sin parar a echar una mano.

Compañías aéreas incompetentes que te dejan en tierra alegando que el billete no está pagado para luego disculparse cuando tu vuelo ya ha despegado.

Seguratas de aeropuerto que amablemente (es un decir) te confiscan un tubo de pasta dentífrica que vale un potosí (los dientes son para toda la vida y hay que cuidarlos) porque tiene 125 ml en lugar de los 100 ml reglamentarios.

Agendas apretadas que se aprietan aún más cuando tienes que bregar con los mismos compromisos y dos horas menos de tiempo.

Chóferes que no se conocen ni su propia ciudad y que tardan un 400% más en llevarte a tus múltiples destinos (hasta que amenazas, tragan saliva y comienzan a “funcionar” como Dios manda)

Recepcionistas de hotel que te dicen a las 15:50 que no puedes picar algo rápido porque la cocina cierra a las 16:00.

Duchas atascadas, aires acondicionados que no funcionan, cañerías que apestan, muebles bar vacíos. Y eso en un hotel de, se supone, buena categoría.

Cuando llega el momento de la primera reunión… ni Dios. Todo el mundo 15 minutos tarde. Advertencia general, última vez que ocurre algo así. Se nos supone precisos, ¡coño!.

“Todo bajo control”. Bien, pues comprobémoslo.

Digamos, sin entrar en detalle, que la actividad del viernes (lo que hemos ido a hacer y que llevamos meses preparando) requiere de la participación de vehículos de tipo A, B y C.

La mitad de los vehículos C no han llegado, la mitad de los B no funcionan como debieran y nadie tiene ni puñetera idea de dónde están los A, los “Big Ones”.

A eso es a lo que algunos le llaman “tener todo bajo control”, ¡tócate los cojones, mandarina!

La persona que me acompaña me mira por el rabillo del ojo, sabe cómo me las gasto cuando me pongo de mala hostia y, créame el lector, en ese momento lo estaba. Diligentemente, antes de que mi cabroncete interior reclame sangre fresca, comienza a hacer llamadas a diestro y siniestro tratando de averiguar cómo solucionar ese desaguisado.

Tengo absoluta confianza en esa persona, hace años que trabaja conmigo y siempre me ha demostrado que es eficiente y resolutiva, y aún así, hubo momentos en que no creí que fuera, que fuéramos, capaces de resolver la situación. Y hubiera sido muy malo que no lo hubiéramos conseguido.

Asistencia a la cena cancelada, y a remangarse… como hacía años que no lo hacía.

Finalmente, conseguimos reunir todos los C, dejar operativos el 85% de los B y dar con los A, que llegaron a las 23:30 de la noche.

Creo (estoy seguro)
que los responsables de la frase “todo bajo control” aún se están arrepintiendo de ella. Al menos lo estaban haciendo a la 01:00 mientras les escupía todo lo que se me pasaba por la cabeza, por inútiles e inconscientes, mientras ellos se afanaban porque se hiciera realidad aquello que habían prometido.

Cuando finalmente conseguí, agotado, meterme en la cama a las 02:30 pensé que Murphy era un cabrón muy listo.